Umberto Eco ha sido nombrado doctor honoris causa en “Comunicación y Cultura de los Medios” por la Universidad de Turín. En un discurso aclamado y sin replica posible ha dedicado su reflexión a lo que ha dado en llamar, “el síndrome del complot”. Síndrome sobradamente conocido que merecería mención aparte.

«I social media danno diritto di parola a legioni di imbecilli che prima parlavano solo al bar dopo un bicchiere di vino, senza danneggiare la collettività. Venivano subito messi a tacere, mentre ora hanno lo stesso diritto di parola di un Premio Nobel. È l’invasione degli imbecilli”

Los medios de comunicación social han dado derecho de palabra a la legión de imbéciles que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces se silenciaban rápidamente, mientras que ahora su palabra tiene el mismo valor que la de un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles.

Es fácil estar de acuerdo con el maestro, porque, por supuesto, los “imbéciles” son siempre los otros. Ninguno de nosotros se dedica ni a colgar ni a atender el inmensurable porcentaje de imbecilidades de todo tipo que corren por la red. Usted y yo, somos de los que contrastamos todas y cada una de las informaciones que nos llegan, nos preguntamos por la fuente de las mismas, las cotejamos con las opiniones de otras mentes a las que respetamos y admiramos y, una vez hecho esto, dedicamos un buen rato a la elaboración de un pensamiento crítico sobre la información recibida. Esta y no otra es la razón por la que el canal de filosofía en youtube de Fernando Savater, por poner un ejemplo, tiene más seguidores que cualquiera de los múltiples canales Disney.

Pensamiento Crítico

El famoso “yo solo sé que no sé nada” socrático debe buena parte de su popularidad al inadecuado uso que los imbéciles hacen de él en un desesperado intento de justificar la carencia del esfuerzo necesario para abandonar la ignorancia que les es propia.

Sócrates deambulaba por las calles de Atenas parando a los transeúntes con los que se encontraba para hacerles preguntas. El objetivo de semejante práctica trataba de poner de manifiesto esa peculiar costumbre humana de aferrarse a ideas asentadas como ciertas que convertimos en dogmas del cada día y ante las que esquivamos cualquier posibilidad de crítica reflexiva. La combinación del miedo y la vagancia da como resultado la anulación de lo que nos hace humanos, la posibilidad de la conciencia. Ser consciente es construir el yo.

Abandonados a la pereza y desesperados en la búsqueda de la ilusión de la seguridad adoptamos la posición del esclavo, no la del esclavo que se sabe esclavo sino la de aquel que no busca la libertad porque se imagina libre. Quien se sabe esclavo puede verse sometido a la imposibilidad de la acción física, pero el acto de su conciencia y su situación en el mundo lo mantiene en el terreno del hombre y le otorga la posibilidad de ser conocedor y anhelante por su deseo de libertad también en el mundo físico y de la acción.

La esclavitud renovada

La ignorancia no sólo no da la felicidad sino que facilita con mucho la desdicha, la peor de todas, aquella en la que el hombre se siente víctima de fuerzas a las que ha otorgado la característica de insuperables. La aceptación de fuerzas externas que nos superan representa la propia aniquilación del ser.
Existe una diferencia abismal entre el individuo que asume que el sufrimiento y el esfuerzo forman parte de la vida y como tal parte que son, que no totalidad, antes o después, se verá en la tesitura de tener que enfrentarlos y aquel otro que entiende que llegados a este punto no hay nada que hacer puesto que tanto el sufrimiento como el esfuerzo representan un callejón sin salida.

En el segundo caso resulta fácil comprender que el individuo se ve obligado a evitar a toda costa entrar en una situación de la que no hay vuelta atrás. Pero, ¿cuál de los dos tendrá más posibilidades de supervivencia?

De la llamada red social al vómito como acto de masturbación

El maestro, Umberto Eco, se refiere a twitter como un ejercicio de placer onanístico, que podemos, sin temor a equivocarnos, extender al uso y abuso del resto de redes sociales. Es un placer masturbatorio, por más que las llamemos “sociales” su uso está destinado al vómito personal mucho antes que a la relación con el otro. El sujeto inconsciente vomita sus pulsiones más repentinas y básicas en una orgía de soledades inconscientes luchando por ser vistas en la esperanza de que la devolución obtenida les permita, por un vano instante, percibir una vaga ilusión de sensación de ser.

El miedo al que el “homo-red social” vive sometido le imposibilita la ruptura de la infinita dinámica de “postear”, hacerlo es desaparecer, es no ser. Hacerlo provocaría el descubrimiento de la soledad y el silencio de los que surgen las eternas preguntas sobre qué soy, qué hago aquí, o qué sentido tiene todo esto. El “homo-red” no tiene tiempo ni necesidad de hacerse esa clase de preguntas ocupado en leer frases de 140 caracteres a las que hay que responder inmediatamente a riesgo de perder la popularidad que da sentido a su ser. El sentido de la vida es postear.

El eterno adolescente

El “homo-red” es un eterno adolescente. Guiado por impulsos básicos y primitivos, la explosión hormonal, el sentimiento de pertenencia a la manada, el impulso reivindicativo, el adolescente no tiene tiempo para la reflexión porque está en la época de la eclosión y el descubrimiento. Sin embargo, el homo-red es un adolescente onanista cuya manada se ha disuelto en un campo virtual infinito donde la proliferación de informaciones sin filtro ni mesura le impiden definirse, encontrar el orden en el caos cibernético es imposible. La bases de seguridad que la falsa manada virtual otorga al individuo se diluyen en un caos permanentemente cambiante y carente de signos identificativos que conducen al individuo a la inseguridad de la impermanencia de la que habla Bauman en su Modernidad Líquida. Son los no lugares de Marc Auge llevados a sus últimas consecuencias en un mundo que, por carecer, carece hasta de entidad física.

El eterno adolescente del homo-red se enfrenta así a la imposibilidad de construcción de elementos de seguridad y sostén necesarios para la construcción de un yo autónomo e independiente que le permita abandonar la adolescencia.

Por otro lado, el impulso reivindicativo destinado a romper el vínculo de unión infantil con los progenitores que debería llevar al adolescente al inicio de la construcción de ese yo independiente, se diluye en el maremágnum de deseos incumplidos con que la publicidad satura cada uno de nuestros pasos de las más variadas, sutiles y eficaces formas imaginables. El deseo insatisfecho motor de la autodeterminación adolescente se convierte así en el peor de sus enemigos abriendo una puerta imposible de saciar y traduciendo al adulto en potencia en ente consumidor compulsivo.

El Síndrome del Complot

El sistema capitalista ha encontrado en este homo-red, eterno adolescente incapaz de desarrollar el estado de autonomía, autodeterminación, si se quiere, propio de la edad adulta, su mejor aliado, su más ferviente y devoto siervo, la perfecta garantía de una continuidad ilimitada. Son los imbéciles de los que habla Eco férreas columnas sobre las que se sostiene el poder imperante en el siglo que nos ocupa.

Este mantenedor voluntario y devoto del sistema expresa en “el síndrome del complot” su profundo deseo de inconsciencia como resultado de la suma de su inmovilidad, la vagancia, y de su miedo. “Alguien”, alguna clase de mano negra imposible de advertir o enfrentar nos domina. Existe toda una legión de controladores secretos e invulnerables que nos manipulan de un modo tan absolutamente irreconocible como invencible. En algunos casos, son tan invencibles que ni siquiera son humanos. En otros, sencillamente son tan inteligentes y tienen tantos medios a su alcance que el común de los mortales carecemos de la más mínima posibilidad ni tan sólo de percibir su acción.

La imposibilidad soluciona el enfrentamiento. La ansiedad que en el joven futuro héroe,( el adulto en potencia en el sentido aristotelico), provoca el advenimiento del terrible momento del rito de paso, desaparece diluida en la imposibilidad. Y las nuevas ansiedades surgidas por la incapacidad de desarrollar la propia vida pasarán a convertirse en el motor de sucesivas acciones de consumo y búsqueda de los iguales en las redes que mantienen el sistema.

La auto-castración

El individuo se encarga personalmente de suprimir cualquier posible tentativa de pensamiento crítico asustado ante la idea de sentirse culpable o incapaz sumergiéndose en una espiral diabólica de ansiedades insatisfechas y frustrantes de las que no puede escapar. Convertido en juez y parte, perdido en un mundo que no le ofrece herramientas y acosado por ideales aprendidos en los medios que ha interiorizado hasta convertirlos en dogma, el individuo está detenido en el momento anterior al rito de paso psíquico al que jamás accedió.

Atemorizado ante la idea de la reflexión que, lejos de presentarse como una herramienta, se le aparece como un juicio sumarísimo, el individuo busca compulsivamente fuera lo que sólo dentro puede desarrollar. El encuentro con el otro real se vuelve peligroso y dañino y es en las redes sociales donde imagina encontrar el aliviadero del no ser en una falsa existencia, en un falso “dejarse ver”, en un falso relacionarse.

Son los instintos más primitivos los que gobiernan la red, el tonto del pueblo del que habla Umberto, unos imbéciles que se pretenden inteligentes en función de su número. El mundo sería muy distinto si hubiéramos valorado el mensaje de Hitler en función del número de sus seguidores.

Recuerdo los inicios de internet, cuando todos mirábamos la red de redes como el milagro de comunicación que el mundo necesitaba. Internet se nos presentaba como la promesa de la Biblioteca de Alejandría resucitada. Entonces te ofrecía también la posibilidad de sentarte a charlar “en una cafetería virtual” con un amigo que estaba muy lejos. Esa cafetería que te permitía tener UNA conversación se ha ido llenando de gente que habla a toda velocidad al mismo volumen y que pretende que el resto de los asistentes le escuchen solo a él. Nadie escucha. Estamos todos muy ocupados en emitir mensajes.
Pero ni siquiera ese cambalache de sonidos indiferenciados es lo peor; lo peor es que lo importante es emitir, no importa el qué, no importa el cómo. Es el no ser que busca desesperadamente un espejo que al devolverle su reflejo le permita aliviar la ansiedad de su no existencia, su no ser, aniquilado ante la falta de desarrollo interior.

El pienso luego existo ya no tiene sentido; el individuo del S. XXI se siente si percibe que es percibido, es un ser sin conciencia, sin pensamiento sin ser que construye su identidad a partir del reflejo que le devuelve una pantalla de led.